Destino o causalidad, elección o determinismo. La obra maestra de David Fincher, protagonizada por Brad Pitt y Cate Blanchett, explora los límites del tiempo y del realismo mágico en esa frontera misteriosa entre lo que elegimos y lo que, quizá, ya estaba escrito.
"A veces nos disponemos a estrellarnos y no lo sabemos. Ya sea casual, o deliberadamente, no hay nada que podamos hacer al respecto". Así comienza una de las secuencias más hipnóticas de la historia del cine, donde un Brad Pitt/Benjamin Button memorable narra una serie de pequeños actos encadenados que desembocan en el accidente fatal -¿o necesario?- que cambia el destino de Cate Blanchett/Daisy y Benjamin.
"Si tan sólo una cosa hubiera ocurrido de otra forma...". Pero es como si ya estuviese escrito en el guion de sus vidas desde el inicio, como si fuera un hecho absolutamente inevitable. El curioso caso de Benjamin Button nos hace reflexionar sobre ese concepto inmenso que es la inevitabilidad, y el fascinante dilema que plantea: ¿está escrito nuestro Destino o somos libres para elegir? (¡atención, spoilers!)
La película juega con la idea de que nuestra vida está hecha de decisiones
-"las oportunidades marcan nuestra vida... incluso las que dejamos pasar"-
porque somos libres en el instante; pero también de brutales coincidencias imposibles de predecir. "Si tan sólo una cosa hubiera ocurrido de otra forma" suena casi a conjuro, y recuerda que algo tan mínimo como llegar un minuto más tarde o coger una llamada puede alterar el curso de toda una vida. Nos encanta esa mirada a lo pequeño y la serenidad con la que Benjamin Button habla de ese -tal vez evitable- accidente, que de alguna extraña forma se integra en el frágil equilibrio de su extraordinaria existencia.
Todo comienza con un precioso reloj que va en la dirección opuesta a lo esperado. El Tiempo es el hilo conductor de toda la historia, ese tiempo inexorable que en el caso del protagonista, transcurre justo al revés. El tiempo es la fuerza -como el huracán que azota el presente de Daisy- que lo cambia todo, y el control sólo es ilusión porque por mucho que amemos, viajemos, elijamos o vivamos, no podemos esquivar su voraz transcurrir.
Basada en un cuento de F. Scott Fitzgerald y dirigida de forma magistral por David Fincher, El curioso caso de Benjamin Button es visualmente sublime, impregnada de un realismo mágico que atrapa por completo. El espíritu hedonista el autor se respira en cada fotograma, invitando a gozar de lo que se tiene -pero de una forma lenta y consciente- porque la vida es hoy, pero a la vez conviviendo con la constante presencia de la muerte. Una muerte que no se presenta trágica ni aterradora, sino como una consecuencia natural de la propia vida.
Para Fincher, un director perfeccionista hasta la obsesión, la mortalidad está retratada casi como una compañera silenciosa que vuelve más valioso cada pequeño gesto.
Esa mezcla entre lo inevitable y lo intensamente vivido por elección propia, entre lo insólito y lo emocional, es como un pellizco al alma.
"Me he limitado a esperar, qué pérdida de tiempo. Jamás se recupera el tiempo perdido",
decía una fugaz Tilda Swinton/Elizabeth Abbott en aquel Palacio de Invierno.
El verdadero drama está en el tiempo que no vivimos de verdad,
independientemente de la dirección en la que se mueva. Porque al final "todos vamos en la misma dirección, sólo que cada uno por un camino distinto".
Secundarios brillantes como Taraji P. Henson/Queenie o Jared Harris/Capitán Mike dan todavía más vida a una película con dos protagonistas absolutamente magnéticos. No olvidemos que, en realidad, El curioso caso de Benjamin Button es una preciosísima historia de amor. La suya. "Jamás olvidé sus ojos azules", confesaba Benjamin en su diario.
Y aunque ese amor más grande que el Tiempo tarda en hacerse piel, el Destino se impone a la libertad de elección y acaban por encontrarse justo en el medio:
"Al final nos hemos alcanzado".
Su historia queda inmortalizada ante el espejo de una academia de baile donde se miran en un instante que parece fuera del mismo tiempo, y se detienen en esa tregua improbable, en ese mundo que por fin les hace coincidir.
Saben que no va a durar, que ese bellísimo momento en el que sus vidas van casi a la misma velocidad está condenado desde el principio. Pero ese instante es, a fin de cuentas, la propia vida. Su reflejo en el espejo es un pacto silencioso y también una victoria mínima frente al Tiempo. Porque aunque el Destino parezca inamovible y la vida avance -hacia adelante o hacia atrás-, ese cruce extraordinario permanece intacto.
Y de él nace incluso una niña igual de improbable en la que no se repite la anomalía del padre,
un guiño del universo que, en su perfecto desorden, siempre se reserva un resquicio para lo imposible.
"Nunca es demasiado tarde -o, en mi caso, demasiado pronto- para ser quien quieras ser. No hay límite en el tiempo, empieza cuando quieras". Palabra de Brad Pitt (y de Purcuapà Magazine).
- Un artículo de Laura López Altares -




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